POR ACI PRENSA
El Vaticano publicó este 24 de febrero
el Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2022 con el tema: “No nos
cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos
a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien
a todos”.
En su mensaje, el Santo Padre recuerda que la
Cuaresma es “un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que
nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado” y animó a
reflexionar sobre el tema del Mensaje que se basa en una exhortación de San
Pablo a los Gálatas.
“No nos cansemos de orar. Jesús nos ha
enseñado que es necesario ‘orar siempre sin desanimarse’ (Lc 18,1).
Necesitamos orar porque necesitamos a Dios. Pensar que nos bastamos a
nosotros mismos es una ilusión peligrosa. Con la pandemia hemos
palpado nuestra fragilidad personal y social. Que la Cuaresma nos permita ahora
experimentar el consuelo de la fe en Dios, sin el cual no podemos tener
estabilidad (cf. Is 7,9). Nadie se salva solo, porque estamos todos en la misma
barca en medio de las tempestades de la historia; pero, sobre todo, nadie se
salva sin Dios, porque solo el misterio pascual de Jesucristo nos concede
vencer las oscuras aguas de la muerte”, advirtió el Papa.
A continuación, el Mensaje completo del Papa
Francisco:
«No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no
desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras
tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo favorable para la
renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de
Jesucristo muerto y resucitado. Para nuestro camino cuaresmal de 2022 nos hará
bien reflexionar sobre la exhortación de san Pablo a los gálatas: «No nos
cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos
a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad (kairós),
hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).
1. Siembra y cosecha
En este pasaje el Apóstol evoca la imagen de la
siembra y la cosecha, que a Jesús tanto le gustaba (cf. Mt 13).
San Pablo nos habla de un kairós, un tiempo propicio para sembrar
el bien con vistas a la cosecha. ¿Qué es para nosotros este tiempo favorable?
Ciertamente, la Cuaresma es un tiempo favorable, pero también lo es toda
nuestra existencia terrena, de la cual la Cuaresma es de alguna manera una
imagen.[1] Con demasiada frecuencia prevalecen en nuestra vida la avidez y la
soberbia, el deseo de tener, de acumular y de consumir, como muestra la
parábola evangélica del hombre necio, que consideraba que su vida era segura
y feliz porque había acumulado una gran cosecha en sus graneros (cf. Lc 12,16-21).
La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de mentalidad, para que la
verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto en el poseer cuanto en el
dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar el bien y compartir.
El primer agricultor es Dios mismo, que
generosamente «sigue derramando en la humanidad semillas de bien» (Carta
enc. Fratelli tutti, 54). Durante la Cuaresma estamos llamados a
responder al don de Dios acogiendo su Palabra «viva y eficaz» (Hb 4,12).
La escucha asidua de la Palabra de Dios nos hace madurar una docilidad que nos
dispone a acoger su obra en nosotros (cf. St 1,21), que hace
fecunda nuestra vida. Si esto ya es un motivo de alegría, aún más grande es
la llamada a ser «colaboradores de Dios» (1 Co 3,9), utilizando
bien el tiempo presente (cf. Ef 5,16) para sembrar también
nosotros obrando el bien. Esta llamada a sembrar el bien no tenemos que verla
como un peso, sino como una gracia con la que el Creador quiere que estemos
activamente unidos a su magnanimidad fecunda.
¿Y la cosecha? ¿Acaso la siembra no se hace toda
con vistas a la cosecha? Claro que sí. El vínculo estrecho entre la siembra y
la cosecha lo corrobora el propio san Pablo cuando afirma: «A sembrador
mezquino, cosecha mezquina; a sembrador generoso, cosecha generosa» (2
Co 9,6). Pero, ¿de qué cosecha se trata? Un primer fruto del bien que
sembramos lo tenemos en nosotros mismos y en nuestras relaciones cotidianas,
incluso en los más pequeños gestos de bondad. En Dios no se pierde ningún
acto de amor, por más pequeño que sea, no se pierde ningún «cansancio
generoso» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279). Al igual que el
árbol se conoce por sus frutos (cf. Mt 7,16.20), una vida
llena de obras buenas es luminosa (cf. Mt 5,14-16) y lleva el
perfume de Cristo al mundo (cf. 2 Co 2,15). Servir a Dios,
liberados del pecado, hace madurar frutos de santificación para la salvación
de todos (cf. Rm 6,22).
En realidad, sólo vemos una pequeña parte del
fruto de lo que sembramos, ya que según el proverbio evangélico «uno siembra
y otro cosecha» (Jn 4,37). Precisamente sembrando para el bien de
los demás participamos en la magnanimidad de Dios: «Una gran nobleza es ser
capaz de desatar procesos cuyos frutos serán recogidos por otros, con la
esperanza puesta en las fuerzas secretas del bien que se siembra» (Carta
enc. Fratelli tutti, 196). Sembrar el bien para los demás nos
libera de las estrechas lógicas del beneficio personal y da a nuestras
acciones el amplio alcance de la gratuidad, introduciéndonos en el maravilloso
horizonte de los benévolos designios de Dios.
La Palabra de Dios ensancha y eleva aún más
nuestra mirada, nos anuncia que la siega más verdadera es la escatológica, la
del último día, el día sin ocaso. El fruto completo de nuestra vida y
nuestras acciones es el «fruto para la vida eterna» (Jn 4,36), que
será nuestro «tesoro en el cielo» (Lc 18,22; cf. 12,33). El propio
Jesús usa la imagen de la semilla que muere al caer en la tierra y que da
fruto para expresar el misterio de su muerte y resurrección (cf. Jn 12,24);
y san Pablo la retoma para hablar de la resurrección de nuestro cuerpo: «Se
siembra lo corruptible y resucita incorruptible; se siembra lo deshonroso y
resucita glorioso; se siembra lo débil y resucita lleno de fortaleza; en fin,
se siembra un cuerpo material y resucita un cuerpo espiritual» (1 Co 15,42-44).
Esta esperanza es la gran luz que Cristo resucitado trae al mundo: «Si lo que
esperamos de Cristo se reduce sólo a esta vida, somos los más desdichados de
todos los seres humanos. Lo cierto es que Cristo ha resucitado de entre los
muertos como fruto primero de los que murieron» (1 Co 15,19-20),
para que aquellos que están íntimamente unidos a Él en el amor, en una
muerte como la suya (cf. Rm 6,5), estemos también unidos a su
resurrección para la vida eterna (cf. Jn 5,29). «Entonces los
justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).
2. «No nos cansemos de hacer el bien»
La resurrección de Cristo anima las esperanzas
terrenas con la «gran esperanza» de la vida eterna e introduce ya en el tiempo
presente la semilla de la salvación (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe
salvi, 3; 7). Frente a la amarga desilusión por tantos sueños rotos,
frente a la preocupación por los retos que nos conciernen, frente al
desaliento por la pobreza de nuestros medios, tenemos la tentación de
encerrarnos en el propio egoísmo individualista y refugiarnos en la
indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Efectivamente, incluso los
mejores recursos son limitados, «los jóvenes se cansan y se fatigan, los
muchachos tropiezan y caen» (Is 40,30). Sin embargo, Dios «da
fuerzas a quien está cansado, acrecienta el vigor del que está exhausto.
[...] Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, vuelan como las
águilas; corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40,29.31).
La Cuaresma nos llama a poner nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor
(cf. 1 P 1,21), porque sólo con los ojos fijos en Cristo
resucitado (cf. Hb 12,2) podemos acoger la exhortación del
Apóstol: «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9).
No nos cansemos de orar. Jesús nos ha enseñado que es necesario «orar
siempre sin desanimarse» (Lc 18,1). Necesitamos orar porque
necesitamos a Dios. Pensar que nos bastamos a nosotros mismos es una ilusión
peligrosa. Con la pandemia hemos palpado nuestra fragilidad personal y social.
Que la Cuaresma nos permita ahora experimentar el consuelo de la fe en Dios,
sin el cual no podemos tener estabilidad (cf. Is 7,9). Nadie
se salva solo, porque estamos todos en la misma barca en medio de las
tempestades de la historia;[2] pero, sobre todo, nadie se salva sin Dios,
porque solo el misterio pascual de Jesucristo nos concede vencer las oscuras
aguas de la muerte. La fe no nos exime de las tribulaciones de la vida, pero
nos permite atravesarlas unidos a Dios en Cristo, con la gran esperanza que no
defrauda y cuya prenda es el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones
por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5,1-5).
No nos cansemos de extirpar el mal de nuestra vida. Que el ayuno corporal que la Iglesia nos pide en
Cuaresma fortalezca nuestro espíritu para la lucha contra el pecado. No
nos cansemos de pedir perdón en el sacramento de la Penitencia y la
Reconciliación, sabiendo que Dios nunca se cansa de
perdonar.[3] No nos cansemos de luchar contra la concupiscencia,
esa fragilidad que nos impulsa hacia el egoísmo y a toda clase de mal, y que a
lo largo de los siglos ha encontrado modos distintos para hundir al hombre en
el pecado (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 166). Uno de estos modos
es el riesgo de dependencia de los medios de comunicación digitales, que
empobrece las relaciones humanas. La Cuaresma es un tiempo propicio para
contrarrestar estas insidias y cultivar, en cambio, una comunicación humana
más integral (cf. ibíd., 43) hecha de «encuentros reales» (ibíd.,
50), cara a caea.
No nos cansemos de hacer el bien en la caridad
activa hacia el prójimo. Durante
esta Cuaresma practiquemos la limosna, dando con alegría (cf. 2
Co 9,7). Dios, «quien provee semilla al sembrador y pan para comer» (2
Co 9,10), nos proporciona a cada uno no solo lo que necesitamos para
subsistir, sino también para que podamos ser generosos en el hacer el bien a
los demás. Si es verdad que toda nuestra vida es un tiempo para sembrar el
bien, aprovechemos especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos
cerca, para hacernos prójimos de aquellos hermanos y hermanas que están
heridos en el camino de la vida (cf. Lc 10,25-37). La Cuaresma
es un tiempo propicio para buscar —y no evitar— a quien está necesitado; para
llamar —y no ignorar— a quien desea ser escuchado y recibir una buena palabra;
para visitar —y no abandonar— a quien sufre la soledad. Pongamos en práctica
el llamado a hacer el bien a todos, tomándonos tiempo para amar a
los más pequeños e indefensos, a los abandonados y despreciados, a quienes
son discriminados y marginados (cf. Carta enc. Fratelli tutti,
193).
3. «Si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos»
La Cuaresma nos recuerda cada año que «el bien,
como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez
para siempre; han de ser conquistados cada día» (ibíd., 11). Por
tanto, pidamos a Dios la paciente constancia del agricultor (cf. St 5,7)
para no desistir en hacer el bien, un paso tras otro. Quien caiga tienda la
mano al Padre, que siempre nos vuelve a levantar. Quien se encuentre perdido,
engañado por las seducciones del maligno, que no tarde en volver a Él, que
«es rico en perdón» (Is 55,7). En este tiempo de conversión,
apoyándonos en la gracia de Dios y en la comunión de la Iglesia, no nos
cansemos de sembrar el bien. El ayuno prepara el terreno, la oración riega, la
caridad fecunda. Tenemos la certeza en la fe de que «si no desfallecemos, a su
tiempo cosecharemos» y de que, con el don de la perseverancia, alcanzaremos los
bienes prometidos (cf. Hb 10,36) para nuestra salvación y la
de los demás (cf. 1 Tm 4,16). Practicando el amor fraterno
con todos nos unimos a Cristo, que dio su vida por nosotros (cf. 2
Co 5,14-15), y empezamos a saborear la alegría del Reino de los
cielos, cuando Dios será «todo en todos» (1 Co 15,28).
Que la Virgen María, en cuyo seno brotó el
Salvador y que «conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19)
nos obtenga el don de la paciencia y permanezca a nuestro lado con su presencia
maternal, para que este tiempo de conversión dé frutos de salvación eterna.